Caminas todavía entre sílice y cal,
entre martillos
con lacerado pulmón que te acompaña
en la tos terminal de tu apellido.
¿Subes acaso, desgastando sueños
que en cachorro de ruido y polvareda
encoraginan puños y adjetivos?
Atento ante la muerte,
drásticamente amortajado un hueso
reseco en sus raíces
enumeras tu pan y las heridas
de tu famoso grito,
de tu rabia inconclusa
y la prédica inmemorial de tu andadura.
Subes o bajas desbastando sombras
con la luz consecuente de lentos lamparines,
te lleva de la mano un salario agostado
y te llevas tú mismo y sin pretextos
como tapa de tumbas desmedidas.
Está tu grito tenso,
tu joroba ancestral,
la tenaz ilusión de hollar la roca
sin macular sus sacras desnudeces,
está el trajín de tus zapatos
cloqueando en los charcos de tus charcos.
Sin embargo prosigues,
martillo de ocho libras, barreta, dinamita,
como puñal sangrante en medio de la veta
vistiendo de crepúsculos
el tendón magistral de tu estatura.
Sin embargo prosigues,
yugulada tu voz entre las sombras,
tributario de orígenes, nictálope veraz,
locura sin retorno entre cristales
de venenosos filos trasnochados.
¡Cuánto más! Un salario de alcoholes edifica
catástrofes de coca,
secretos rituales, donde la muerte misma
empieza a retejer sus misereres.
Sin embargo prosigues,
cerrado a cal y canto en tus angustias,
debajo de tu piel un puño alzado,
debajo de tu piel el hambre y los fusiles.
Héctor Borda Leaño
¡No volvieron!
Socavón: túnel del miedo,
bizarro subterráneo,
Medioevo candelabro,
pedregal de los lamentos,
oscuridad del testamento,
sarcófago de rutas,
cruz de los mineros.
Una madre, un niño,
una mujer embarazada
agarrándose la falda
para secarse la mirada:
“Te quiero”.
Y no hubo nada, nadie,
ya ninguno,
ni el chorrear del agua,
ni los gases maldiciendo,
ni la tromba de consuelo,
ni el gemido en desconsuelo,
ni la lágrima volviendo.
¡No… No volvieron!
Socavón: túnel del miedo,
túnel tan fiero,
túnel de entierro:
ni las lágrimas pudieron,
ni el dolor que fue tan fiero,
ni el desplome de las madres
nueve meses en su infierno.
¡No… Ya no volvieron!
Socavón, sangre de entierro,
pozo exprimidero:
¡se escurrieron!… ¡se escurrieron!…
con sus lágrimas de negro,
con pupilas medio hundidas
en las rocas y en el barro,
se escurrieron hasta el fondo
y ya nunca más subieron.
En el piso y con el hierro,
con el tizne hecho aguacero,
con la rabia desde el suelo,
con el llanto incontenible:
¡No volvieron! ¡No volvieron!
¡No volvieron!
¡No
volvieron!
¡No vol
vie
ron!
¡No volvieron!
Salvador Pliego